Robe en Son Fusteret

En el cartel promocional lo ponía bien claro: Robe, y no ponía otra cosa. Dato que conviene aclarar, ya que algunos despistados quizás pensaban que venían la noche del pasado sábado 12 de octubre a Son Fusteret a ver un concierto de otro grupo, uno que ya no existe. El artista extremeño, ya en plena recta final de su gira «Ni santos ni inocentes, se dio un salto hasta Palma para presentarnos su último álbum Se nos lleva el Aire (2023), y tan solo quince minutos después de la hora anunciada aparecía en el escenario rodeado por su banda, bajo un foco blanco de luz que le confería ese aire casi mesiánico que tanto juego le ha dado.

«Destrozares» y «Adiós, cielo azul, llegó la tormenta» fueron las piezas elegidas para abrir la noche, con un sonido excelente desde el primer minuto y un estilo lleno de matices que van desde el rock sinfonizado al pop folcklorizado. Con esos arreglos tan barrocos y excesivos como siempre lo fueron, algo para nada forzado y siempre buscado de forma consciente, aunque el peso de su obra no recaiga en las filigranas musicales, sino en la calidad de sus textos y en saber transmitir emociones capaces de tocar la patata a un público de lo más variopinto, como así lo comprobamos el pasado sábado. Este nuevo Robe llega por igual a supervivientes lumpen del extrarradio que a familias respetables de barrios residenciales, y lo mejor es que lo hace con su música, sin más pretensiones, algo especialmente meritorio.

Prosiguió la noche a su bola, como era previsible, deshojando su último y excelente trabajo y atacando sus enormes canciones. Con «Puntos suspensivos» casi consiguió que una parte del público pasase página y se olvidase de su etapa anterior, pero entonces y de forma imprevisible, como siempre hace las cosas, regaló una enérgica versión de «Cuarto movimiento: la realidad», y después otra de «Si te vas», ambas pertenecientes al repertorio de su anterior proyecto. Con ellas consiguió levantar a un palmo del suelo a esa parroquia nostálgica que también andaba por aquí esa noche, cerrando la primera parte del concierto, la parte ligera, para tomarse un descansito de 5, 10, 15 o 20 minutos, «quien sabe», como dijo el poeta antes de retirarse a su camerino.

Fueron más bien 20 o 25, no importó. A partir de aquí todo cambió de color por completo y se convirtió en una apisonadora sonora abrasiva, para lucimiento de sus músicos. Especialmente algunos que se tomaron licencias técnicas de carácter casi onanista, como Woody Amores, su guitarrista, y sobre todo Carlitos Pérez, un violinista omnipresente y excesivo que durante las casi dos horas y media de concierto llenó con su tímbrica la noche mallorquina. Robe y sus cosas, como siempre, a su bola, anárquico y por encima de cualquier norma o previsión, como nos gusta.

Tonadas antiguas y soberbias como «Sucede» se arrimaron a sus casi himnos actuales «Segundo movimiento: mierda de filosofía», «Cuarto movimiento: yo no soy el dueño de mis emociones» o «Viajando por el interior» con total naturalidad, no así con su casi naíf «Esto no está pasando».

Momentazo de la noche cuando atacó con rabia «Nada que perder», una de esas canciones mágicas con una de esas letras con las que tanta gente conecta cuando mira para sus adentros. A estas alturas del concierto, con un público extasiado y entregado por completo, echó el cierre, no sin antes hacer un regalito a la parroquia con su «Ama, ama, ama y ensancha el alma». Así dio por acabado un concierto en el que hubo efectivamente «rock transgresivo», pero también una pizca de «pop progresivo», ¿por qué no? ¿Alguna vez Robe no hizo las cosas como quiso?